domingo, 30 de noviembre de 2008

Dos cuentos de Manuel

3 comentarios:

tregua de agua dijo...

NOCHE EXTRAÑA



Con este frío que hace no sé qué tal vamos a pasar la noche. Esto de viajar no me gusta nada y además como el negocio no da para más y seguimos siendo pobres, tenemos que ir a paso de burra. Menos mal que hemos encontrado este sitio después de buscar en todos los establecimientos hosteleros del pueblo, incluida la posada. Claro, en estos días todo el mundo está viajando por el mismo motivo, y lo peor es que para una vez que salgo del pueblo, me parece que no voy a olvidar este viajecito.

Y para colmo el nacimiento de mi hijo en pleno viaje que lo viene a complicar todo. ¡Ya me habían advertido que la vida de este niño no iba a ser fácil!, pero empezar así….Además no lo esperábamos tan pronto y nos hemos venido sin ropa que ponerle. Menos mal que traíamos una pequeña manta de viaje y con ella lo hemos podido abrigar. Si lo llego a saber, hubiera pedido un permiso para retrasar la salida a estos gobernantes que solo hacen decretos para comodidad de ellos, y a los demás que nos zurzan.

¡Como pesa esta leña! Voy a coger un poco más y la llevo para encenderle un buen fuego a mi familia y que se calienten también esos magos que acaban de llegar y que parece que vienen siguiendo una estrella desde Oriente para adorar y traer regalos a nuestro hijo Jesús, según me ha dicho María.

tregua de agua dijo...

LOS COLORES DE LAURA





Desde su posición, junto a la orilla, Laura podía contemplar el río Nilo en todo su esplendor. Al fondo, el astro rey comenzaba a declinar en su reinado diario otorgando colores púrpuras al cielo y a las escasas nubes, como ofrenda a las tinieblas que se avecinaban. Más cerca, donde se disputaban la frontera el agua y la tierra, varios mozalbetes de piel oscura y pelo encrespado, chapoteaban en el agua entre risas y gritos. A media distancia una embarcación surcaba las aguas impulsada por la fuerza del viento sobre su única vela triangular. A bordo, los tripulantes se afanaban en realizar la ceñida que les permitiera ascender la corriente en busca de su destino.



Laura, de pie junto al caballete, trataba de encontrar los colores precisos en la combinación de almas de tubos de óleo en su paleta, que reflejaran las tonalidades que el cielo y las nubes mostraban en ese instante. Anteriormente había estado buscando el encuadre perfecto que le permitiera sin pudor, hacer perder su blanca virginidad al lienzo que reposaba sobre el caballete. En esta labor se había esmerado no porque fuera difícil encontrar un punto de mira adecuado, pues casi todos lo eran, sino porque disfrutaba con esa búsqueda, sobre todo de colores. Le había costado decidirse si el tono predominante iba a ser el espléndido muestrario de púrpuras o el refrescante verde que invadía las orillas haciendo destacar las fértiles huertas y los macizos de papiros. Por fin se había decidido por el púrpura sin duda porque era más urgente captarlo, antes de que finalizaran los breves minutos que dura su contemplación diaria. Nunca había visto esos colores tan intensos, tan parecidos y a la vez tan distintos.



Pronto el lienzo comenzó a perder su blanco original. La hábil mano de Laura era capaz de traducir lo que sus ojos admiraban de una forma increíble, tanto que parecía una fotografía. Sus formas, proporciones, colores y perspectiva eran perfectas. Jamás se había visto en aquellas tierras una pintura que reflejara de forma tan fiel la despedida del sol. Antes de que se ocultara tras unos leves montículos en el horizonte, la pintura estaba finalizada.



A Laura nunca le había interesado la fotografía. No le interesaba, porque era más difícil ponerle sentimiento. Lo que si le interesaban eran los colores. Siendo muy niña, se interesó por el color de las cosas. Daniel, su padre, reportero gráfico de profesión, quedó una mañana sorprendido por el interés repentino que Laura a sus tres años, mostró de aprender los colores de todas las cosas que le rodeaban.



-Papá, como se llama el color del cielo?- preguntó Laura.



-Azul- respondió su padre.



-¿Y el color de las hojas del helecho que tiene mamá en el salón?.



-Verde, ese es el color verde.



Así, de esta forma se fueron desgranando los secretos de los colores para su infantil mente. Esto había sido el comienzo de una nueva dimensión para ella que a lo largo de su vida le reportaría tantas sensaciones y tantas satisfacciones.



Pero su padre no solo le enseñó los colores, sino que le enseñó también a captar sensaciones en las formas de las cosas que otras personas no podían ver. Con su mentalidad fotográfica era capaz de ver la vida como a través del visor de una cámara, desde donde los objetos toman nuevas realidades y nuevas formas. Le explicaba a su hija las fotos más queridas para él, con tanto detalle que ella no necesitaba nada más, las veía por los ojos de su padre, e incluso podía captar mucho más allá de lo que cualquier otra persona que se le mostraran las fotos, podría llegar a ver.



Ahora Laura se encuentra en un mercado, en pleno centro de México D.F. Hace dos semanas que su padre le habló de ese mercado, del colorido que allí podía apreciarse, y le describió en la forma en que solo él podía hacerlo una foto de su colección privada, de las que él más quería.



Laura contemplaba la gran cantidad de puestos que conformaban el mercado. Era media tarde, por lo que no había muchas personas comprando, pero aún así el espectáculo era simplemente increíble. Si alguna vez alguien había hablado de una orgía de colores, sin referirse a este mercado, es que no conocía el significado de la palabra. En los puestos se amontonaban de forma totalmente ordenada cientos de artículos comestibles, con los miles de vivos colores de los productos tropicales, formando gradas minúsculas que se dirigían hacia el cielo. Cada puesto, a pesar de la cierta semejanza que podía hacer sospechar que habían sido ordenados por la misma mano, era distinto si se prestaba un poco de atención a los artículos en ellos expuestos.



El lado humano estaba representado por los pocos clientes que con voz queda pedían a los dependientes los artículos que habían elegido, frente al mar de voces de los que reclamaban atención para las mejores frutas del mercado, que sin lugar a dudas se encontraban en su puesto.



Quizás lo más extraño era la gran cantidad de figuritas que representaban a la muerte. Calaveras, esqueletos, huesos y demás elementos de difuntos, fabricadas en dulce, ocupaban gran parte de los espacios dedicados a la venta. Chocante costumbre indígena de tratar a la muerte, aunque pensándolo bien mejor es no darle demasiada importancia, teniendo en cuenta que nadie ha vuelto para decir que no es dulce. Laura sonrió ante la visión, y volvió a la contemplación de los colores, que era el motivo de su visita al mercado.



Después de un largo rato tratando de impregnarse de tanta variedad de colores, escogió un punto desde donde podía contemplarse el más curioso de los rincones del mercado. Allí junto a los comestibles podía ver dos figuras humanas como las descritas por su padre. Una era una señora entrada en carnes, indígena hasta la médula, con su pelo extraordinariamente negro formando una larga trenza que le caía hasta más abajo del final de la espalda y que finalizaba en un ancho lazo de color rojo, que con el movimiento de aquella amplia humanidad parecía una mariposa pegada a una tira atrapamoscas . Aquella mata de pelo debía pesar unos cinco kilos, pero la pericia de los años, hacía que su movimiento fuera grácil y preciso. La otra figura era un joven de edad difícil de determinar, que Laura supuso unos doce años. El muchacho, también sin mezcla blanca en sus venas, con ojos inmensamente tristes miraba de forma alternativa a un gato gris oscuro, visiblemente enfermo que se entretenía con un hueso de pollo, y a la figura que frente a él estaba montando un caballete de pintor en mitad del pasillo, entre los puestos.



Sin pensarlo más, Laura comenzó a descargar el contenido, el alma, de los tubos de óleo sobre la paleta, y pronto la mezcla de los colores cambió su forma amorfa en la madera, para convertirse en imágenes bien definidas sobre el lienzo. Nuevamente las formas, proporciones, colores y perspectiva eran perfectas. Todo estaba quedando plasmado en la tela sin una sola rectificación por parte de Laura. Todas las acciones de los pinceles eran únicas, no necesitaban retoques de ninguna clase, y los colores eran perfectos, idénticos a los del mercado.



A pesar de su calidad, Laura no se deshacía de ninguno de sus cuadros, no podía deshacerse de ellos, eran parte muy importante de su vida y los conservaba todos. Además solo su madre conocía su capacidad y nadie le preguntaba por ellos, una vez terminados. Era una actividad casi secreta.



Pocos minutos mas tarde el cuadro estaba casi concluido. En ese instante estaba terminando de pintar un ventanal allá arriba, cuando sonó una voz



-Laura, te traigo la comida- dijo la voz inconfundible de su madre acercándose a ella con una bandeja en las manos, en la que podía apreciarse el amor con el que se habían dispuesto todos los elementos necesarios para una sabrosa comida.



Su madre era una señora alta, huesuda, vestida sobriamente, con el pelo blanco a pesar de no ser mucho mayor de cincuenta años, y con los ojos de infinita tristeza, vacíos y hundidos de tanto río de lágrimas que habían derramado. Pero era una mujer fuerte, muy fuerte. Ella había llorado hace veinticuatro años, cuando le comunicaron que su única hija a la que acababa de dar a luz, había nacido ciega. Pero nadie la vio llorar. También había llorado todos los días viendo creer a su hija preguntando por los colores, por las formas, por las distancias. Pero nadie la vio llorar.



También lloró su madre cuando el accidente. Cuando de vuelta de la clínica Barraquer, a la que habían ido como último intento de dar luz a los ojos de su hija, hacía quince años, un camionero adormecido se había salido de la curva, empotrándose contra el vehículo en el que ellos viajaban de vuelta a casa.



Como resultado del accidente los padres de Laura sufrieron múltiples fracturas y contusiones debido a la violencia del choque, pero la que sufrió las peores consecuencias fue Laura a la que una fractura de la columna dejó tetrapléjica para siempre.



Adela, la madre de Laura, nunca se quejó. Sus labios jamás pronunciaron una sola palabra de reproche ni a la vida ni al Sumo Hacedor. Así como su padre se había convertido en los ojos de los que no podía disponer su pequeña; desde hacía quince años, la vida de Adela se había convertido en un total servicio hacia su hija. Ella era los brazos y las piernas de su pequeña, y la única que conocía el secreto de sus cuadros.



-Hola mamá, estaba en México pintando en un mercado, y casi tengo el cuadro terminado- respondió desde aquella cama que intentaba retenerla en la penumbra de la habitación desde hacía tantos años.



A pesar de estar acostumbrada, Adela no podía reprimir un nudo en la garganta cada vez que su hija le hablaba de su particular mundo. Su hija no conservaba amigas, pues estas poco a poco se habían cansado de visitas a una chica ciega, inválida y casi loca. Su madre se había convertido en la única confidente que le quedaba.



A Laura solo le gustaba de esta realidad las confidencias con su madre y las descripciones de las fotografías que le hacía su padre. Aparte de esto, nada en este mundo tenía valor para ella, por lo que prefería volver a su realidad, mucho más perfecta y evolucionada que el mundo de sus padres. A veces, aunque ya tampoco lo hacían, los tres habían tratado el tema de las realidades, de que era realidad y que era producto de la imaginación. Laura solo había conocido en profundidad su mundo interior, por lo que no existía nada más real. Las experiencias del mundo que sus padres consideraban real habían sido malas, por lo que para ella eran simplemente pesadillas de las que despertaba cuando volvía a pintar con sus colores tan vivos, en los lugares que más le gustaban y que ella componía a su completa satisfacción.



Cuando su madre terminó de darle la comida, le limpió los labios y la miró en la forma en que solo ella podía hacerlo. No lloró delante de ella, pero nuevamente el suelo de la cocina conoció el salobre de sus lágrimas, mientras se oía un villancico a través de la ventana del patio. ¡Debía ser Navidad!



Laura volvió al mercado, a seguir trabajando en su lienzo. Su primera impresión al verlo de nuevo fue de plena satisfacción. Le encantaban esos colores. Tomó la paleta, los pinceles y comenzó a pintar de nuevo. Le quedaba por finalizar el ventanal para darlo por concluido.

tregua de agua dijo...

Jesús Ferrero
Los colores de Laura: la idea en la que está basado el relato es muy buena, pero sobran ciertas precisiones. El relato tendría que quedar más misterioso e impactante. Aprende a tachar.