miércoles, 3 de diciembre de 2008

La droguería (m.g.s.)

2 comentarios:

tregua de agua dijo...

LA DROGUERIA


Al llegar a la plaza, Remedios se sentó en las escaleras de la casa solariega, la que estaba deshabitada desde antes de llegar ella. Su pelo liso y ralo se movía suavemente con el ritmo de su cabeza. Buscó, como tantas veces había hecho, la placidez del recuerdo de los árboles de su pueblo, los tilos bajo los que pasaba las tardes de verano, los que se ponían rojos en otoño, solo unos días, hasta que dejaban a caer las hojas lentamente con el vaivén del aire de noviembre. Añoraba profundamente aquel paraje y con el recuerdo apretado en sus manos, trataba de ordenar su desasosiego.
Aún recordaba lo que estaba haciendo cuando todo aquello empezó, cuando recibió la carta de Batagris. Era una carta sencilla y concisa: le hablaba de su prima, la que se había ido al norte muchos años antes; le decía que había sido su vecina, que había muerto y quería comprar su casa y como sabía que era su única familia, le rogaba que le contestara lo antes posible para cerrar el trato. Remedios le contestó que sentía mucho lo de su prima, pero sus propiedades la tenían sin cuidado, que ella no tenía ningún interés en comprar ni vender nada. Gregorio insistió, le volvió a escribir en un tono menos apremiante, mucho más amigable, y luego otra y otra carta…Se olvidó de la casa de su prima, le habló de sus grandes viajes, de sus amigos, de su mundo. Le contó historias maravillosas que se fueron haciendo imprescindibles para Remedios. Ella a veces también le escribía, pero se sentía insignificante y escueta cuando cerraba el sobre. Las cartas se fueron haciendo más personales, más íntimas. Gregorio le habló de la estupenda droguería en la que vivía, de lo bien que olía, de lo que le gustaba el trajín de los jabones. Y le hizo propuestas; al principio veladas, luego abiertas y claras. Remedios le creyó. Pasó mucho tiempo bajo sus árboles, ensimismada, intentando atreverse a soñar con compartir complicidades, risas y esperanzas. Cuando decidió marcharse sabía que el viaje no tenía vuelta atrás; dejaba su tierra para siempre.

Y dos años después, sentada en aquella escalera, lamentaba profundamente que los árboles no le hubieran susurrado la verdad: que Batagris era un hombre desabrido, quejica, exigente y malvado que solo tenía una cualidad: escribía tan bien que consiguió engañarla con frases bonitas que resultaron vacías, tan vacías y oscuras como su bata gris, con la que se lo encontró al llegar al pueblo. Desde el principio se dio cuenta de que era un solitario, que los clientes, escasos, iban siempre con prisa y eran tan estúpidos y groseros como él. Su adorada droguería era un sitio sucio y polvoriento que olía, sí, pero a orines de gato: el gato de Batagris, que odiaba a Remedios más que ella a él y se escondía tras las cajas cuando ella estaba cerca para sacar su zarpa llena de garras, rápida y silenciosa, y dejarla marcada para una buena temporada durante la que desaparecía en aquel laberinto; y luego, vuelta a empezar…
Al principio trató de ser positiva. Pensó que era cuestión de adaptarse, de conocer un poco a Gregorio y sacar de él las palabras que tan bien sabía poner en el papel. Confiaba en sus posibilidades de mejorar las cosas, de hacerle reír, de ayudarle a disfrutar de la vida.
Un día, muy al principio, se levantó temprano, abrió bien las persianas que siempre estaban entornadas, y con el sol de la mañana, limpió, sacudió, ordenó…cuando Batagris se levantó miró alrededor y tronó. Era la furia misma. No soportaba que Remedios tocara su droguería, no soportaba que hiciera lo que él no ordenara que se hiciera.
Se había convertido en la sirvienta de aquel hombre y también en la estera donde descargaba su malhumor y su amargura, cada vez con más ahínco.
Ahora lamentaba y maldecía el día que se le ocurrió emprender el viaje. Se estaba quedando arrugada y pequeña de pura tristeza, de tanta humillación. La esperanza y los atisbos de felicidad que llevaba dentro cuando llegó se los había ido machacando despacio, entre los polvos de talco y los botes de lejía.
De pronto levantó la cara al sol entrecerrando sus pequeños ojillos, negros y vivos, sintió subir hasta su garganta un grito de rabia y se dijo con decisión que aquello se iba a acabar: no más, se dijo, no más.
Se levantó de la escalera y con paso decidido fue a la droguería; Batagris la saludó con un amable gruñido: ¡Vienes tarde! gritó. Pero esta vez Remedios no se encogió; sonrió suavemente y se metió en la cocina oscura.
Comieron en silencio y al terminar, Batagris le pidió su café
-Gregorio, deberías dejar de tomar café, te sienta mal, no te deja dormir y estas inquieto. Voy a prepararte una tila, le dijo dulcemente
-¿Te he preguntado acaso, mujer? …¡haz lo que siempre has hecho!
Ella volvió a sonreír despacio. El gato, desde la repisa de la esquina, la miró expectante.
Al llevarle el café gruñó de nuevo:
-¿No te he dicho que hoy no quiero café? ¿No has oído que me hagas una tila?-
Bien! Se dijo Remedios, con el cambio no notará nada. Y en silencio regresó a la cocina, pero antes se pasó por la droguería, justo por la balda donde se guardaba el arsénico en sacos de papel. Solo cogió un poquito. Y al día siguiente otro poquito más…
No fue muy largo. Solo unos pocos días estuvo enfermo…Remedios le advertía:
-Es la droguería; esta droguería te está matando…

Remedios no disimuló. Enseguida se puso manos a la obra: pintó de azul brillante la puerta y la ventana de la droguería; limpió y enceró a fondo el mostrador; ordenó las botellas, las cajas y los sacos…aprendió a hacer perfumes y jabones. Y en un rincón colocó una mesa y unas sillas, una cafetera y unos libros. Pensó que podría leer una y otra vez páginas estupendas sin temor a que la engañaran. Y al lado, en el patio de la casa de su prima, plantó dos tilos.
Poco a poco la droguería se convirtió en un lugar de reunión de la gente del pueblo, gente con ganas de charlar, de leer en voz alta y comentar los libros. Con frecuencia coincidían la maestra, el afilador que se sabía todas las poesías de Lorca, el ama del cura que no creía en Dios, María la mujer del panadero y un callista dicharachero y parlanchín que decía que los jabones de romero que hacía Remedios le refrescaban el olfato después de pasarse horas a los pies de la gente. Eran los mejores momentos para ella.

Poco a poco, Batagris pasó casi al olvido; el callista le preguntaba con frecuencia porqué razón mantenía en aquella repisa de la esquina a aquel gato feo disecado: pero ella, no quería responder…

tregua de agua dijo...

Muy interesante. Felicidades. Buen año. Jesús