martes, 18 de noviembre de 2008

Reloj (Begoña Leonardo)

2 comentarios:

tregua de agua dijo...

EL RELOJ


Era mi pared favorita. La abuela la llamaba la pared de los chicos, de ella colgaban los diplomas, los títulos más o menos relevantes que mis tíos y mi padre habían ido obteniendo en sus años de estudiantes. También, algunas acuarelas de papá que según él, hacía años que tendrían que haber pasado de la pared a la basura. Mi abuela se resistía a deshacerse de los pequeños recuerdos de sus chicos, toda la vida se había sentido a salvo mirando aquella pared.
Para mí era la pared del reloj. El reloj de mi infancia, el que marcaba la hora de la merienda, bocatas de nocilla con mortadela, de bote, por supuesto, los deberes, el tiempo de las siestas en verano y de la hora bruja, como decía Anita, aunque yo no entendía nada y lo único que se me ocurría preguntar, era cómo sabía la vieja tata de la familia a qué hora vendrían las brujas, si no lo sabía ni yo , que era toda una experta en esos temas. Largas tardes, soñando con las vacaciones de verano, con la Navidad, con los regalos, o mejor, con los paquetes de los regalos, el papel de celofán, los lazos... Aquellos colores, olores y el latido perfecto de su corazón resonando, a veces con prisa, a días lento y sosegado y otras pesaroso, siempre atento a lo que en mis sentimientos de niña yo podía albergar.

Los sábados por la mañana, a eso de las once, mi abuela, me pedía ayuda, dándole la importancia que para una niña de cinco años requería la operación. Había que darle un repaso al al caja del reloj. Con un paño suave y de color marrón supongo que por el uso, debíamos quitar primero el polvo, sacudirlo concienzudamente y acto seguido poner un poco de líquido, un oscuro linimento, que yo siempre relacioné, con los dolores musculares de mi abuelo, era lo que siempre tenía en la mesilla, o eso creía yo, pero claro, yo estaba segura de que también al reloj, había que darle masajes, y eso es lo que yo hacía, no limpiarlo de una manera mecánica y sin sentimientos como hacía mi abuela, yo masajeaba amorosamente al viejo mueble de madera, que era mi amigo, mi cómplice, mi compañero cuando a solas nadie me escuchaba y él me guardaba, me daba protección.

Pasaron los años y ahora adulta, recuerdo con una emoción intacta, el día en que recibí la noticia. La abuela ya viuda, había dejado la vieja casa y pocos días más tarde, Anita se presentó en la casa de mis padres. Llamó a la puerta tímida y triste, mayor respetuosa y pidió hablar con la niña, su niña. Ella era la única persona en le mundo que sabía de mi pasión por el reloj. Su mirada me desveló algo, que había presentido, justo cuando sonó el timbre. Había ido a la casa, la abuela la había enviado para dar el último vistazo, que todo quedara en su sitio era su deseo, aunque ella ya no volviera, todo debía estar en su lugar. Enseguida sintió su ausencia, no necesitó mirar a al pared. El viejo reloj, había desaparecido. No paré de llorar en toda la tarde, me urgía una explicación.

Poco antes de la cena, apareció mi padre, nervioso y emocionado. -Asunto arreglado - dijo-. -Nadie se quedará con mi reloj. ¡Sorpresa! papá sentía lo mismo que yo y temiendo un fatal desenlace por parte de los futuros inquilinos, se trajo el reloj a casa, al sótano.
Desde entonces siempre que deseo encontrarme con la niña que fui, sólo tengo que mirar a mi padre a los ojos y juntos bajamos un ratito en silencio a compartir esa mágica emoción.



Begoña Leonardo.

tregua de agua dijo...

Jesús Ferrero
Relato “proustiano” muy bien configurado en todos sus elementos y ejercicio excelente, pero uno se pregunta por qué un objeto tan valioso está en el sótano y qué emoción comparten padre el hija: ¿Sólo mirar un objeto relegado al último lugar de la casa?
Podrías sacarle mucho más partido.